en La Vanguardia, este domingo 3 de julio de 2022
¿Pesimismo?
Muchas personas me piden que sea optimista cuando hablo en público. Que transmita optimismo. La razón es muy sencilla. La economía, se dice, se basa en las expectativas y si “los expertos” o las personas con potencial influencia pública transmiten pesimismo, nos podemos encontrar con una profecía autocumplida. La falta de confianza desanima el consumo y la inversión y la economía entra, en consecuencia, en recesión. Estaríamos ante la crónica de una crisis anunciada.
Sin embargo, no compro este argumento por varias razones. En primer lugar, porque el efecto de la confianza de los consumidores y los inversores está muy sobrevalorado. Lo que incide de verdad en las decisiones de familias y empresas no son las proclamas de los líderes políticos o los creadores de opinión, sino los hechos. La incontestable realidad económica: los precios a los que se enfrentan los consumidores, los déficits públicos que observan los inversores internacionales y la situación de empleo o paro en las familias. Los tipos de interés están ya subiendo y la inflación supera el 10%. Estas son las restricciones que determinan el sentir de los agentes económicos, y no la retórica en los medios de comunicación.
La segunda razón es que la nuestra es una sociedad madura y cada cual debe jugar su papel. No es prudente generar alarmismo, pero tampoco lo es no llamar a las cosas por su nombre. Si no advertimos de los nubarrones en el horizonte, podemos caer en la complacencia e incluso en el autoengaño colectivo. Para que una posible crisis se supere con éxito, es importante tomar ahora las decisiones correctas. Por ejemplo, con relación a la imprescindible reducción del gasto público, aunque en política económica prima por desgracia el electoralismo y no me hago ilusiones sobre el impacto de la opinión publicada. También en el sector privado. Si se acerca un cambio de ciclo, es prudente gestionar activamente ya las finanzas familiares y la situación financiera de las empresas.
Finalmente, aunque muchos analistas argumentan que la inflación es un problema de oferta, vinculado a la energía y y los alimentos, yo no lo veo así. La renta no gastada durante la pandemia, la abundante liquidez y las ganas de reanudar la vida habitual empujan la demanda ante una oferta que está dañada, que no responde incrementando el producto sino los precios. ¡Incluso falta personal en muchos sectores! No es un problema sólo de materias primas. Es algo más profundo. Ser conscientes de que está cambiando el ciclo de la economía puede ayudar a moderar la demanda. Esto sería positivo, ya que facilitaría la desaceleración de los precios y permitiría un ajuste gradual de las empresas y las familias a la nueva coyuntura financiera.
En esta vida es mejor ser optimista. He defendido esta máxima en muchas ocasiones, pero no siempre el pesimista es un aguafiestas. A veces, el pesimista es simplemente un optimista precavido y bien informado.
Jordi Gual, profesor del IESE